domingo, 20 de julio de 2014

Las Hadas Vampiros

Aoroi, las hadas-vampiro.


Durante la Edad Media existía una raza de vampiros en las islas británicas que también eran consideradas como hadas o espíritus de la naturaleza, llamados Aoroi.
Los Aoroi no nacían como vampiros, tampoco como hadas, sino que se generaban cuando un hombre moría prematuramente en el campo de batalla, o, en el caso de las mujeres, cuando fallecían durante el parto.

Esta leyenda de vampiros anuncia también que todos los niños que nacen de madres muertas se convertirán en Aoroi, aunque en estos casos la balanza se inclina hacia el mundo féerico, siendo considerados como hadas y no tanto como vampiros.
Otra forma de transformarse en esta especie de vampiros sucede cuando un niño muere antes de recibir un nombre, o, en épocas posteriores, antes de ser bautizado.
Estos pequeños vampiros a menudo eran considerados como una amenaza real. Sus cuerpos eran abandonados sin enterrar muy lejos de sus aldeas de origen, con la esperanza de que los elementos fueran erosionando el cadáver y de este modo el espíritu se vea imposibilitado de regresar al mundo de los vivos.


Si no se tomaban estas precauciones el vampiro Aoroi retornaba, vengativo y lleno de ira, a saciar su sed de vida en los habitantes de la aldea.
Sin embargo, algunas leyendas inglesas sostienen que los vampiros Aoroi podían ser capturados aún en plena transformación, y utilizarlos como esclavos en el mundo espiritual, llevando sortilegios, conjuros y forzándolos a confesar la ubicación de tesoros escondidos.
La vida de los vampiros Aoroi ni siquiera se acerca a la idea de inmortalidad de los hematófagos posteriores. Siendo el producto de una muerte prematura su existencia se prolonga hasta el día exacto en el que debían morir, ni un segundo más.




Fuente. Los otros vampiros

viernes, 18 de julio de 2014

Rumpelstiltskin

Los amigos no cobran los favores, pero éste pequeño duende no ofrece amistad sino una salida rápida, a los problemas. Y cuando la ayuda es generosa uno debería desconfiar. El popular cuento, narra la historia de una jovencita que comienza a hacer tratos con Rumpelstiltskin y al no tener como pagar sus favores, acepta sus condiciones.
El duende que conoce la avaricia de los hombres, sabe ponerle un buen precio a sus favores. Sobre la historia del cuento, siempre he pensado,
 ¿ Deberíamos culpar a Rumpelstiltskin por ser cómo es?
Acaso no se han dado cuenta el mundo mágico y el mundo real se parecen mucho y todo posee un precio. 




La pobre hija de un molinero debe hacer quedar bien a su familia y de seguro salvar su cabeza del enojo del Rey, y como toda jovencita piensa que el futuro es algo demasiado lejano para preocuparse. Pero todo futuro se convierte en presente en apenas un abrir y cerrar de ojos, y nuestro duende lo sabe, el primogénito de la doncella es lo que le pide como recompensa a su ayuda. 
Inevitable es imaginar cuales serian los planes de un duende con un bebe humano, y casi inventando una secuela del cuento me animo a decir que es el trono del Rey, el verdadero objetivo de Rumpelstiltskin. 
Hay que reconocer que el duende saltarín se deja enternecer fácilmente por las lágrimas de las mujeres, por eso le brinda la oportunidad de conservar a su bebe si averigua su nombre real. 
Y ahí es cuando pienso ¡qué niña tan mezquina la del cuento!, ni siquiera le preguntó su nombre cuando lo conoció. Finalmente la suerte no favorece al duende.



" Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó:

-¡Te llamas Rumpelstiltskin!"




domingo, 6 de julio de 2014

Adriana ( cuento)






Adriana

Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:

-Pero ¡esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente… ¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!

-Yo sí lo sabía -declaró el vizconde de Tresmes-, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.

-Entérenos usted -suplicamos todos.

Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:

Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa o condimento de los Primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. 
Al nacer el chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban a su Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor…, y a vivir y a cuidar del retoño.

Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado a los chicos -advirtió sonriendo en vizconde de Tresmes-, confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza (parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una precocidad (pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio celestial), que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas.

De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando a la nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño… Y así que empezó a interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir «tochas», les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja de soldados autómatas, que hacían el ejercicio… Crea usted que derrochaban dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque tenía confianza con ella:

-Hija, estáis malcriando a este pequeñín…

-Déjele que se divierta ahora -me contestaba-; demasiado rabiará algún día… ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso!

El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva emoción dar a Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes que clasifique la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso y el hocico de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente e imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza.

A pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban a tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había escapado a corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y a Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad singular.

Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el té en un cenador del jardín -me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque hay cosas que impresionan, aunque uno no quiera-, vimos cruzar como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien lo adivinamos que lo vimos. «¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!», dijo Pedro Gomara, levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó fue: «¿Dónde estará Ventura?» «Ese le habrá soltado, de fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos servían, y que corrían hacia el cenador, clamando con angustia: «Señorito, señorito», nos obligaron a precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra; un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía aguas de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.

El padre, con ademanes de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a las bohardillas y salir al tejado; yo pedía una escalera para intentar el desatino de subir por ella a la formidable altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:

-Por la Virgen…, quietos…, todos quietos…, no se mueva nadie… Y silencio…, no chillar…, no chillar…; hagan como yo… Quietos…; si le asustamos, le tira.

Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en el pavimento.

Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar a que el mono, por su libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba a Adriana; su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado; pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando a su presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:

-Tresmes, usted, que es buen tirador… Una bala en la cabeza… Voy por la carabina.

Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono haríamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un «no» tan enérgico, que su marido se mordió los puños… Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:

-Si le miramos, nunca bajará… Hay que retirarse… Hay que esconderse; que no nos vea.

Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece a ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en el tejado, le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito (un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por fin, el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes y, recogiendo a Ventura, se descolgó rápidamente con su carga, lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín… Entonces salimos con explosión todos, todos, menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó al chico ileso y se refugió en su caseta.

Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras, y desde entonces padeció del corazón. Parecía que se había repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!, la herida era mortal y ella no lo ignoraba…

-¿Y qué fue del mono? -preguntamos como chiquillos.

-Tuve yo que pegarle el tiro… ¡Si viesen ustedes que me daba lástima! -repuso el vizconde.






                         


Autor: Emilia Pardo Bazán





miércoles, 2 de julio de 2014

Pequeño protocolo para tratar a las Hadas

Ten cuidado y no te comas el alimento de las hadas o beberte su vino.
Las hadas aman a las personas que son de buenas maneras, amables, y en especial si les deja comida en su rinconcito. Las hadas quieren a la gente que es amable y considerada, y a quien deja alimentos sobre el aparador.

Cuando una persona tira agua por la noche debe decir la oración: 
" Ten cuidado del agua ", 
 porque el agua, podría estropearles sus trajes de plumas.