Quejas razonables
Bastante fría se presentaba la
noche. Raymundo Pardo se dispuso a guardar los últimos archivos en los cajones,
para poder retirarse a su hogar. Antes, saborearía otro vaso de whisky: Su
esposa lo sermoneaba a diario para que abandonara el único vicio que todavía le
producía placer; el calor en la garganta de una buena bebida. Para evitar
discusiones maritales solía beber tranquilamente en su oficina. El pobre
Raymundo, aunque juraba interiormente que tomaría un vaso o dos terminaba bebiendo una botella
completa. Y apareciendo en su casa por la madrugada cantando viejas canciones
que despertaban a su esposa. Muchas veces le llevaba flores, tratando de evitar
ser recibido a golpes o con baldazos de agua fría. Apoyó el vaso de vidrio
sobre el escritorio, chasqueando la lengua saboreó con placer el alcohol en su
boca. Una ventisca de aire helado ingresó en la oficina. Raymundo se acercó a
la estufa para arrojar otro leño dentro de la salamandra que estaba en un
rincón. Entonces se dio cuenta que lo observaban:
—Señor, usted sabe bien quién soy. Personalmente me
he visto obligada de venir a decirle que
su conducta me irrita a diario y he perdido las esperanzas que desempeñe sus
tareas de forma más profesional; le aseguro que si por mí fuera, usted seria
removido de su cargo inmediatamente.
Raymundo estupefacto tropezó
cayéndose de rodillas, se levantó pero se le enredaron los pies un par de veces
más, hasta que finalmente pudo sentarse detrás de su escritorio. Se acomodó el
cabello con la mano derecha para disimular sus nervios.
La baronesa
Zinaida estaba presente de cuerpo entero en toda su solemnidad y
cargando en brazos un gordo gato amarillo. Impecablemente vestida y maquillada
permanecía de pie en medio de la oficina, y lo miraba fijamente mientras le
hablaba.
—He llegado a creer que tiene algo personal en
contra de aquellos que pertenecemos a la alta sociedad. Podría enumerar
fácilmente las veces que lo he visto en actitudes indecentes y desagradables;
como liberar sus esfínteres detrás de los arbustos y pasear entre los rosales
rascándose el trasero, o pegar mocos en las ventanas. Y ni hablar de cuando
está tan ebrio que se sube encima de las estatuas para cantarle a la luna, hasta he visto como a cada ninfa
griega de mármol, le ha jurado amor incondicional.
Raymundo se puso rojo como un tomate, desconocía
que alguien supiese sobre los enamoramientos que le provocaban esas bonitas
estatuas de figuras femeninas.
—A pesar de todo, he hecho siempre la vista gorda
durante mi estadía ¡Pero usted ha llegado a tomarse el atributo de molestar los
paseos de éste pobre animalito!— Rugió la baronesa y acarició al gato gordo que
mantenía en brazos. — ¡Eso, quiero que le quede claro, no voy a permitírselo de
ninguna manera! Mis gatos son la única compañía que me queda y siendo usted, un
trabajador cuyo sueldo paga mi familia, deberá le guste o no, ser tolerante con
ellos.
Entonces su memoria difusamente le
reconstruyó cierta noche de la semana, cuando Raymundo encontrándose bastante
borracho, había arrojado varias piedras
a la sombra de un gato, al grito de:
— ¡Fuera de aquí maldito hijo de Satanás!
Se avergonzaba de que su garganta hubiese proferido
semejante insulto, en un lugar dónde se ofrecía descanso y tranquilidad. A
pesar que la temperatura de la oficina descendía a consecuencia de que el fuego
de la estufa se había extinguido, Raymundo sudaba. Las gotas de transpiración
inundaban su frente. Intentó reírse inocentemente logrando que tanto del gato
como la dama lo miraran todavía con mayor indignación.
—Señor, doy por descartado que sabe bien como
podría reducir mis quejas y aplicarle algún tipo de castigo corporal. Pero yo
jamás fui partidaria de la violencia, para su suerte. Sin embargo, teniendo en
cuenta que debo permanecer en vuestra exasperante compañía, créame que si yo no
fuese una dama, no dudaría en despellejarlo vivo.
Raymundo bajó la mirada. No podía permanecer
indiferente ante semejantes reproches de una venerable señora, y ofreció una
sincera disculpa.
—No volverá a pasar—le dijo, para reafirmar su
compromiso con un gesto tembloroso, sacudió la cabeza.
Como el gato parecía decirle: «Eres tan estúpido
que no conoces ni el mínimo protocolo», se puso de pie y dobló su cintura efectuando una especie de torpe reverencia.
La ofendida suspiró profundamente, para ella había
finalizado la breve e incómoda conversación entre ambos, pero antes de
marcharse agregó:
—Y una cosa más ¡Ya no robe mis flores!
La baronesa Zinaida dio media vuelta, y se retiró
atravesando la gruesa puerta de la oficina de Raymundo, que estaba bien cerrada
con llave. El hombre tragó saliva, metió la mano en su bolsillo y apretó con
fuerza la llave de hierro, al sentir el frío metálico en su mano constató que aquello
no era un sueño.
Arrojó en un balde el whisky que restaba de la
botella y prometió dejar para siempre la bebida. Y sobre todo esmerarse en su
trabajo. No deseaba que lo señalaran en el pueblo como el peor sepulturero del mundo. Si se llegaba a saber que los muertos, en persona, venían a
quejarse.
FIN
Autor: MenteImperfecta © (
Adriana Cloudy)
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