El soldado que amaba demasiado
La destartalada camioneta se abría camino entre el
fango, gracias a la tenacidad de su corpulento conductor. Toda la noche había
diluviado y el camino parecía derretirse bajo las ruedas del pesado transporte.
En un costado del sendero, un joven soldado luchaba por no resbalarse y tambaleando
buscaba con la mirada zonas más fuertes dónde ir apoyando los pies, para evitar
caerse.
Se trataba de un muchacho veinteañero, pero las
experiencias en el frente, le habían endurecido sus facciones. Sebastián sabía que la guerra le había agregado años a
su rostro, y no era solamente por las noches de tensión en las barracas, era
por todo a lo que se expone el espíritu de un ser humano, en un conflicto
bélico. De todas formas, esas duras vivencias, no habían podido contraer su
honestidad y sencillez. Caminar en medio de ese clima, lejos de molestarle le
parecía un privilegio. Su figura fue detectada enseguida por el conductor, que
tocó un par de veces la bocina y al detenerse, se asomó por la ventanilla
exclamado con alegría:
— ¡Soldado, qué linda mañana para pasear! ¿Para dónde va?
—A mi ciudad, es la primera que aparece cuando se
cruza el puente.
— ¡Suba soldado que lo llevo! Hoy es su día de suerte,
tengo mercadería que entregar en Santa Rita.
El joven abrió la puerta de camioneta y el chofer se
sintió cohibido. No era un simple soldado. Llevaba insignias de sargento mayor
y una brillante condecoración pendía en su chaqueta. Extendió su mano, ofreciendo el saludo a manera de disculpa, al reconocer
el rango y temiendo ser reprendido por su exceso de confianza.
— Soy Carlos, para servirle oficial.
Dentro del vehículo, Sebastián, arrojó a sus pies el
bolso que cargaba y retiró el casco de su cabeza.
Era un chico bastante pálido
y ojeroso, que de seguro llevaba meses, sin conocer lo que es poder dormir de
un tirón. Correspondió el saludo con un firme apretón de manos que le gustó al
rústico transportista. Y le pidió descartar las formalidades.
—No me diga oficial, por favor, mi labor relacionada
con el rango militar ya terminó. Mi nombre es Sebastián.
—Cómo usted diga, Sebastián.
Realizadas las presentaciones correspondientes,
Carlos, se puso en marcha manteniendo con el sargento una animada conversación,
sobre el proceso de superar las consecuencias del conflicto y seguir adelante.
La paz era tan difícil como la guerra, porque habría que levantarse cada día
tratando de reponer todo lo perdido.
—La guerra hizo que escaseara el trabajo. Yo no puedo
quejarme, siempre pude realizar unos viajecitos a Santa Rita y a otras ciudades
cercanas, llevando azúcar o harina. No convenía tratar de hacer entregas en
grandes cantidades ni acercarse a la capital porque los militares te detenían y
se llevaban casi todo.
Carlos apretó los labios, ese sincero comentario, no tenía
intención de agraviar al oficial. Y quizás a su acompañante poco le importara,
las quejas de un chofer que por su edad, no fue llamado a servicio. Criticar el
accionar de quienes tuvieron que defender el país no era adecuado. La prudencia
y la buena educación le sugerían mejor cambiar de tema, y hacer un esfuerzo
para ir olvidando esos penosos días.
—¿Y qué me dice? No hay nada mejor como poder volver a
casa.
El sargento sonrió, ante la respuesta que le ahorró el
chofer.
— A casa, a dormir, a comer tranquilo y estar cerca de
la gente que uno quiere.
—Se alegrarán mucho de verlo soldado… perdón,
Sebastián.
— Mientras se alegre una persona, me alcanza. Esa será
mi mayor recompensa.
— ¿Una personita especial?
—La dueña de unos ojos y una sonrisa, que me
acompañaba cada noche en mis sueños, si no fuera por ella, yo no estaría aquí
tratando de regresar. Ella es la luz de mi vida.
Carlos afirmó satisfecho con un movimiento de cabeza.
Cuando existe esa clase de compañía en los sueños, se tiene una razón para
mantenerse vivo en medio de tanto infierno.
Cruzando el puente apareció la pequeña población de
Santa Rita. Ciudad natal del soldado.
Sebastián se despidió, prometiendo reunirse con el
conductor en otra ocasión, para compartir unas cervezas.
Sebastián es un soldado, como muchos otros soldados, cuyo
regreso a casa lo llena de incertidumbre. Su corazón lo incita a recuperar lo
que tantas veces durante combate ha temido perder. Y ahí de pie, se encuentra nuevamente
en su hogar, deseoso de ser recibido con un abrazo.
Dudó un
instante, no estaba seguro dónde dirigirse primero; había otra mujer que
también lo esperaba. Golpeó la puerta y enseguida apareció en el umbral esa
sonrisa que Sebastián amaba desde lo más profundo de su corazón. A esa sonrisa,
se le unieron las palabras que durante meses ansiaba volver a escuchar:
—¡Hijo…hijo mío! ¡Por fin estás en casa! Yo sabía que
Dios cuidaría a mi hijo.
Entre sus brazos, el fuerte soldado, se convertía otra
vez en el niño que se acurrucaba en las noches sobre su regazo. Estaba en casa,
para poder compartir la mesa y tomar de la mano a su madre...Si, Dios por fin
lo recompensaba, por soportar tanto horror y sufrimiento en la trinchera. Y
recompensaba a esa madre, que tantas plegarias elevó al cielo rogando poder ver
el rostro de su hijo, otra vez.
La madre también lucía pálida, delgada y demacrada.
También ella, sin estar en el frente de batalla, había luchado una guerra personal
contra el dolor y el miedo.
¡Cuántas madres como ella pasan en el mundo noches sin
dormir! Y durante el día, viven ahogando en su interior las lágrimas de angustia
pensando, ¿cuándo regresará mi hijo?
—No llore mamá. Míreme estoy bien. No hace falta que
se preocupe.
— ¡Vamos a la cocina a desayunar! Te voy a preparar un
café con leche y pan con dulce.
Esas pequeñas rutinas junto a su madre tienen más valor que
cualquier medalla, para Sebastián.
Y buscando regresar a su antigua vida lo antes
posible, se ofrece él mismo, ir a la panadería. Su madre le advierte que haga
respetar su rango militar, así el panadero, no le negará unas piezas extras de pan.
Todavía el gobierno supervisa las provisiones que recibe la población. Hay que
recuperarse y eso será tan difícil, como la guerra que acaba de
terminar.
Un pensamiento ha impulsado todo este tiempo, al
cansado cuerpo del soldado: su gran amor, su único amor. Quiere verla, y su
madre le ha dado el pretexto que hace posible ir a su encuentro.
Gabriela vive enfrente de la panadería.
Eligió el trayecto más bonito del pueblo, para
rememorar los paseos de la mano con Gabriela; evoca mentalmente las tardes de
primavera y otoño recorriendo juntos esas callecitas.
No tuvo que esperar demasiado para ver cumplido su
anhelo, en la fila para comprar el pan, distinguió la figura de la mujer que amaba. Luce tan linda como en sus
sueños.
No se da cuenta que él la observa, está distraída
mirando unos niños jugar.
Sebastián teme
que no lo reconozca con el uniforme y piensa, que sería mejor acercarse a ella
cuando se haya quitado esa ropa que simboliza la razón de la separación entre
ellos, una separación demasiado larga.
Da media vuelta para regresar a su casa. Pero Gabriela
lo ve. Con un gesto de sorpresa cruza la calle, mirando previamente sobre su
hombro y con un paso nervioso se va acercando hasta él.
—Regresaste Sebastián…no puedo
creerlo…todos repetían que después de tres años, no volverías.
—Esos que hablan, no saben lo importante que es para
mí, una chica llamada Gabriela.
Intenta abrazarla, sin embargo, a pesar de la mirada
emocionada de la muchacha, ella retrocede.
—Sebastián, me alegra que te encuentres bien, pero…mi
vida es diferente ahora.
¿Es honesta al decir que sólo su vida ha cambiado?
Enseguida reconoce…
—Yo soy
diferente. Muy diferente a la joven que amaste.
—Mi amor, te quiero y siempre voy a quererte. Cada día, cada noche,
estabas en mis pensamientos…
—Te fuiste, Sebastián. Cuando te pedí que no me dejaras, te fuiste
sabiendo cuanto temía perderte.
—A pesar del dolor que te cause, no me arrepiento de
haber entrado al ejército. Si me quedaba en la ciudad, ahora sentiría que fui un cobarde y yo no
podría vivir como un cobarde.
— ¡No serias un cobarde para mí! Éramos tan felices y
sufrí mucho cuando te marchaste... me costó mucho entender que luchar era tan
importante para ti.
—Gabriela, hice lo mejor que pude como soldado, como
hombre. Nunca quise perderte, sobreviví cada día para poder regresar a tu lado.
Todo tiene un costo en la vida, si ganas algo no podrás impedir perder otra
cosa que también amas, eso me enseñó la guerra. Pero el amor que siento, ese
amor que nos unía, me mantiene respirando y sé que es momento de tener la vida
que planeamos.
De su boca salen las palabras que ella tanto ha deseado
escuchar. Sin embargo, cada persona cercana a Gabriela le aseguró que una
explosión había terminado con el regimiento de Sebastián.
Durante tres años no hubo noticias, ni un cuerpo que
sepultar y esto provocaba una horrible incertidumbre en la jovencita. No estaba preparada para sentirse sola y al perder
comunicación con su novio, entendió que no deseaba vivir sumergida en una vana
esperanza.
La única que tenía fe en su regreso era la madre del
soldado, que repetía todo el tiempo que su hijo no estaba muerto.
— ¡Por favor, Sebastián! Déjame decirte las cosas que
yo siento: cada día, cada noche, el miedo consumía mi corazón; cada día, cada
noche me imaginaba lo peor, nadie me brindaba tranquilidad.
—Acá estoy mi amor. Te escribí muchas veces, incluso
sabiendo que las cartas no llegarían en medio del infierno, pero te escribía
igual cada vez que podía. Por ti olvidé bombas, balas, sangre, y el espanto, porque
me prometí que mi corazón seguiría
latiendo para volver a estar juntos.
—Yo no creí que verte de nuevo fuera posible y perdí
la esperanza; el miedo era un gran dolor y busqué alivio para ese dolor. No
podía alimentar el amor que nos teníamos basada en una supuesta ilusión de que
estuvieras con vida. Pensé que me volvería loca...Y loca estaría, si no
hubiese encontrado alguien…Él estuvo junto a mí cuando no recibía noticias
tuyas, y fue mi apoyo cuando me sentía tan sola.
Gabriela baja la cabeza e intentando finalizar la
conversación agrega:
—Nosotros Sebastián, ahora somos dos extraños.
Sebastián la quiere, y nada puede reprocharle. Sabe
que su amor simplemente ha sido adormilado por el distanciamiento entre ellos.
No quiere presionarla pero mantiene firme su decisión de recuperar a Gabriela.
—¿Me darías un último beso?
— No. De verdad... Sebastián de verdad, no puedo. La
chica que amabas se ha ido, aquel amor que teníamos también.
—Entonces, parece que tienes razón, ahora somos dos
extraños— dice sombríamente el oficial.
Por una esquina, aparece la madre del muchacho.
Corretea feliz e increpa a la gente que hace fila frente a la panadería.
—¿Lo vieron?— exclama con algarabía en medio de la calle— ¿Lo ven ahora
todos? ¡Sebastián regresó!
Varios enfermeros surgen presurosos detrás de la madre
de Sebastián. La tratan con amabilidad intentando que suba a la ambulancia. Es
otra madre que no asume la desaparición de su hijo. El sanatorio está lleno de
pacientes que aseguran ser visitados por fantasmas. Son huellas que deja la tragedia
de la guerra en los sobrevivientes.
Gabriela la observa en silencio. Si Sebastián ha
regresado o no, ya no importa.
Ella ha
escogido seguir tranquilamente con su
vida actual.
«Un soldado desconocido que se hace presente cada
tanto, para dar vueltas por el pueblo, es malo para los negocios.» Eso le había
dicho a Gabriela su marido, en reiteradas ocasiones, cuando alguien mencionaba
que habían visto el fantasma del soldado
rondando en el pueblo.
Este chisme se
convirtió en: La leyenda del soldado de Santa Rita.
Dicen que amaba tanto
a una mujer que huyó de la muerte, que en medio del fuego, el tormento de los
gritos y a pesar de las heridas sufridas, hubo un oficial que pudo ver a la
figura de la Muerte acercarse y logró
escapar de su destino escondiéndose de ella, para así regresar junto a su
novia. Y esa muchacha vivía en Santa Rita.
Una leyenda que les aseguro es real.
Sebastián me contó lo sucedido en ese pueblo y
arrepentido, me pidió disculpas.
El amor es engañoso para todos, menos para mí.
Yo la Muerte, sigo siendo la única eterna. Cuando se
escapa un alma enamorada sé perfectamente que termina regresando conmigo.
No está impregnado de maldad ni de egoísmo mi trabajo,
siendo la Muerte, nada significa un final para mí, todo eventualmente se trata
de un nuevo principio y llegará el día en que Gabriela y Sebastián podrán
reunirse en mejores circunstancias. Lo mismo, le he prometido a su madre y a
diferencia de los hombres, yo mantengo mis promesas.
FIN
Autor: MenteImperfecta © Adriana Cloudy Todos los derechos reservados
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