Discos
Me enamoré de Ana cuando me contó que
en su adolescencia había decorado el cuarto con discos de vinilo. No alcanzo a
entender por qué llegó a afectarme así una referencia tan oscura y tangencial.
Los
pegaba en la pared, me dijo. Uno
junto al otro. A continuación le pregunté si eran discos de alguien que escuchara
habitualmente. Pero, a modo de respuesta, sonrió apenas y se puso a hojear unas
revistas; mientras lo hacía recogía su pelo para volver a soltarlo con ese
movimiento absurdo y reiterado que la caracteriza. Esa noche, creo que era
sábado, me quedé pensando en los discos. A mí me quedan algunos todavía: están
rayados y ni siquiera sé dónde escucharlos. La verdad es que los extraño. Me
gusta (eso sí) que sean negros, redondos y no tan brillantes como los platos
voladores que hay ahora. Y que al tacto, sobre la superficie, se perciban
círculos en finísimo relieve, una laguna tranquila donde alguien, de pronto,
hubiera arrojado una piedra. De paso recordé que al entrar en contacto con la
púa, los discos antiguos producen un ruido a lluvia muy especial: música del
agua, nombres grabados en un tronco, espina hiriente y punzante como un
recuerdo que persiste. Ya no sé si era sábado o domingo. Lo cierto es que esa
tarde me cité con ella en un parque y caminamos un rato sin hablar.
Inicialmente el lugar me pareció espantoso. Había caca de perro y basura en casi todas partes. Unos chicos intentaban sin suerte remontar un barrilete armado con bolsas de supermercado; los matrimonios paseaban sus bebés en cochecitos mientras el viento alzaba nubes de polvo en un paisaje opaco. Ana dijo que, para completar la escena, solo faltarían esas madejas de espinos que se ven rodar sin rumbo en las películas del oeste.
Inicialmente el lugar me pareció espantoso. Había caca de perro y basura en casi todas partes. Unos chicos intentaban sin suerte remontar un barrilete armado con bolsas de supermercado; los matrimonios paseaban sus bebés en cochecitos mientras el viento alzaba nubes de polvo en un paisaje opaco. Ana dijo que, para completar la escena, solo faltarían esas madejas de espinos que se ven rodar sin rumbo en las películas del oeste.
Después, con los ojos brillantes,
habló también del desierto medieval y de ciertos sucesos ocurridos hace mil o
dos mil años. Finalmente nos acostamos en el pasto mirando las ramas de un
paraíso en decadencia. Y todo fue más o menos así hasta que ella giró en
redondo, como un disco, y me besó.
A esa altura el barrilete se había
enredado una vez más entre las ramas de un árbol mientras, en la otra punta del
parque, se veía una calesita coronada por guirnaldas de colores. Fue entonces
cuando Ana describió la curiosa manera que había encontrado para decorar su
cuarto de adolescente. Después nos despedimos, hicimos promesas difíciles de
cumplir y cada cual volvió a su mundo con la idea de darles algún sentido a las
horas por venir. Los discos de Ana (negros, mudos, extrañamente delicados) continuaron
girando en mi cabeza y hasta en mi corazón.
Y ahí siguen todavía.
Acerca
del autor:
Luis
Gruss nació en la ciudad de Buenos Aires en 1953. Es docente de periodismo.
Publicó los libros Malos Poetas, La Carne y Letras de diario.
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