lunes, 26 de noviembre de 2018

Discos un cuento de Luis Grus


Discos





Me enamoré de Ana cuando me contó que en su adolescencia había decorado el cuarto con discos de vinilo. No alcanzo a entender por qué llegó a afectarme así una referencia tan oscura y tangencial.
Los pegaba en la pared, me dijo. Uno junto al otro. A continuación le pregunté si eran discos de alguien que escuchara habitualmente. Pero, a modo de respuesta, sonrió apenas y se puso a hojear unas revistas; mientras lo hacía recogía su pelo para volver a soltarlo con ese movimiento absurdo y reiterado que la caracteriza. Esa noche, creo que era sábado, me quedé pensando en los discos. A mí me quedan algunos todavía: están rayados y ni siquiera sé dónde escucharlos. La verdad es que los extraño. Me gusta (eso sí) que sean negros, redondos y no tan brillantes como los platos voladores que hay ahora. Y que al tacto, sobre la superficie, se perciban círculos en finísimo relieve, una laguna tranquila donde alguien, de pronto, hubiera arrojado una piedra. De paso recordé que al entrar en contacto con la púa, los discos antiguos producen un ruido a lluvia muy especial: música del agua, nombres grabados en un tronco, espina hiriente y punzante como un recuerdo que persiste. Ya no sé si era sábado o domingo. Lo cierto es que esa tarde me cité con ella en un parque y caminamos un rato sin hablar. 

Inicialmente el lugar me pareció espantoso. Había caca de perro y basura en casi todas partes. Unos chicos intentaban sin suerte remontar un barrilete armado con bolsas de supermercado; los matrimonios paseaban sus bebés en cochecitos mientras el viento alzaba nubes de polvo en un paisaje opaco. Ana dijo que, para completar la escena, solo faltarían esas madejas de espinos que se ven rodar sin rumbo en las películas del oeste.
Después, con los ojos brillantes, habló también del desierto medieval y de ciertos sucesos ocurridos hace mil o dos mil años. Finalmente nos acostamos en el pasto mirando las ramas de un paraíso en decadencia. Y todo fue más o menos así hasta que ella giró en redondo, como un disco, y me besó.
A esa altura el barrilete se había enredado una vez más entre las ramas de un árbol mientras, en la otra punta del parque, se veía una calesita coronada por guirnaldas de colores. Fue entonces cuando Ana describió la curiosa manera que había encontrado para decorar su cuarto de adolescente. Después nos despedimos, hicimos promesas difíciles de cumplir y cada cual volvió a su mundo con la idea de darles algún sentido a las horas por venir. Los discos de Ana (negros, mudos, extrañamente delicados) continuaron girando en mi cabeza y hasta en mi corazón.

Y ahí siguen todavía.





Acerca del autor:
Luis Gruss nació en la ciudad de Buenos Aires en 1953. Es docente de periodismo. Publicó los libros Malos Poetas, La Carne y Letras de diario.



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