FELIZ HALLOWEEN 2020
No siempre el victimario consigue la comprensión del lector, en este cuento la dramática vida de una niña nos enreda en su desesperación. Con un horroroso final esta historia denuncia el abuso de las clases sociales altas.
Es
de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al
nene y le canturrea:
«Duerme, niño bonito,
que viene el coco...»
Una
lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta.
Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un
pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las
sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento,
sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
La
atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
El
niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando
cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
Varka
tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran,
y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y
se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.
«Duerme, niño bonito...»,balbucea.
Se
oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el
cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse,
gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en
una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede
acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir;
si se durmiese, los amos le pegarían.
La
lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las
sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro
semidormido nacen vagos ensueños.
La
muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como
niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho
camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches,
gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino,
envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de
los talegos se tienden en el lodo.
—¿Para
qué hacéis eso? — les pregunta Varka.
—¡Para
dormir! —contestan—. Queremos dormir.
Y se
duermen como lirones.
Cuervos
y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en
despertarlos.
«Duerme, niño bonito...», canturrea
entre sueños Varka.
Momentos
después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y obscura. Su padre,
Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve,
pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto atacado de no se sabe qué dolencia,
que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
—Bu,bu,bu,bu...
La
madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose.
Pero, ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía
haber vuelto ya.
Varka
sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en
la estufa. Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de
caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No
se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
—¡Encended
la luz! —dice.
—¡Bu,bu,bu!
—responde Efim, rechinando los dientes.
La
madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de
silencio.
El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
—¡Espere
un instante, señor doctor! —dice, la madre.
Sale
corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.Las mejillas del moribundo están
rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el
doctor, en las paredes.
—¿Qué
es eso, muchacho?—le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que
estás enfermo?
—¡Me
ha llegado la hora, excelencia! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago
ilusiones...
—¡Vamos,
no digas tonterías! Verás cómo te curas...
—Gracias,
excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy,
es inútil luchar contra ella...
El
médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
—Yo
no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida
de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el
doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!
—Señor
doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.
—No
importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.
El
médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del
moribundo.
—Bu—bu—bu—bu...
Media
hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para
llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo
al enfermo.Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara.
Varka
se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el
marido. Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
«Duerme niño bonito...»
—¡Acaban
de operarle, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha
operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.
Varka
sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo
manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
—¡Mala
pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
Le
da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño
irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz
ahogada. El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto
letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra
vez a soñar.
De
nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace
dormida en tierra. Varka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a
su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
—¡Una
limosnita, por el amor de Dios! —implora la madre a los caminantes—. ¡Compadeceos
de nosotros, buenos cristianos!
—¡Dame
el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka—. ¡Otra vez dormida,
mala pécora!
Varka
se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no
hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que
ha venido a darle teta al niño.
Mientras
el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los
cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche
le cede su puesto a la mañana.
—¡Toma
al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está
llorando. ¡No sé qué le pasa!
Varka
coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El círculo
verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo
sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es
imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el
cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y
siente en la frente un peso plúmbeo.
—¡Varka,
enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.
Es
de día. Hay que comenzar el trabajo.
Varka
deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil
resistir el sueño andando que sentado.
Lleva
leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
—¡Varka,
prepara el samovar! —grita el ama.
Varka
empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:
—¡Varka,
límpiale los chanclos al amo!
Varka,
mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter
la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el
chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka
suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la
cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a
su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
—¡Varka,
ve a lavar la escalera! —ordena el ama, a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando
sube un parroquiano me avergüenzo!
Varka
lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va
varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento
libre. Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de
la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda
evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede
sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño:
está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a
la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir,
dormir, dormir...
Transcurre
así el día. Llega la noche.
Varka,
mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se
siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado.
Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder
dormir. Hay aquella noche una visita.
—¡Varka,
enciende el samovar! —grita el ama.
El
samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo
cinco veces. Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los
visitantes.
—¡Varka,
ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
Por
fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
—¡Varka,
abraza al niño! — Es la última orden que oye.
Canta
el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a
agitarse arte los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una
niebla.
«Duerme, niño bonito...» canturrea la
pobre muchacha con voz soñolienta.
El
niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse. Varka, medio
dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con
su madre, con su padre moribundo. No puedo darse cuenta de lo que pasa en torno
suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, la impide vivir. Abre
los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada
en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras...
En
este momento oye gritar al niño y se dice:
«Ese
es el enemigo que me impide vivir.»
El
enemigo es el niño.
Varka
se echa a reír.
¿Cómo
no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
Completamente
absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia.
La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Le matará
y podrá dormir lo que quiera.
Riéndose,
guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina
sobre el niño.
Le
atenaza con ambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos
instantes muere.
Varka
entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida
con un sueño profundo.
FIN
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