Halloween 2022
Este año, donde ya
pudimos liberarnos de la cuarentena, del barbijo, de las restricciones para
viajar fue, dentro de todo, un muy buen año. Pasaron cosas malas y tristes pero
también pasaron cosas buenas ( solo que siendo seres poco agradecidos siempre
recordamos las malas) y son las buenas vivencias las que debemos valorar. Yo
personalmente arranqué el año contenta, porque pude viajar durante el verano y
esos viajes me dieron mucha energía positiva para caminar el sendero de estos
meses.
Ahora, vamos a la parte
interesante de estas publicaciones: el blog como cada año tendrá una previa de
la Noche de Brujas y espero que estas golosinas blogueras los diviertan.
¿Cómo se arranca una
semana que celebra al terror?
Con un relato. Y este
relato es un cuento que pertenece al libro LAS
COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO, de Mariana Enriquez. Es una autora cuya
carrera va en pleno ascenso, sus libros fueron de los más destacados en ventas
durante el 2020/2021
Por eso, si no la conocen todavía les comparto
un cuento y los invito a leer su novela NUESTRA PARTE DE
NOCHE de la cual se
rumorea podría tener una película.
NADA DE CARNE SOBRE
NOSOTRAS
La vi cuando estaba a
punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón de basura,
abandonada sobre las raíces
de un árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa
gente desalmada y
estúpida, esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal
gusto y sadismo. La
levanté con las dos manos por si se desarmaba.
A la calavera le faltaban la mandíbula y la
totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los
protodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre los residuos.
No encontré la dentadura.
Qué pena, pensé, y fui
hasta mi departamento, apenas a doscientos metros, con la calavera entre las
manos, como si caminara hacia una ceremonia pagana del bosque. La puse sobre la
mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre
anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no
tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz pegada a mi calavera.
¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es verdad que dicen que no duele
cuando se rompe y que se rompe fácil, como si fuera un hueso débil. Examiné la
calavera un poco más y encontré que tenía un nombre escrito. Y un número. «Tati
1975». Cuántas opciones. Podía ser su nombre, Tati, nacida en 1975. O su dueña podía
ser una Tati parida en 1975. O el número quizá no era una fecha y tenía que ver
con alguna clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico
Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente
Vera.
Él, mi novio, no la vio
hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón.
Es un hombre muy desatento.
Cuando la vio, dio un
respingo, pero no se levantó. También es perezoso y se está
poniendo gordo. No me
gustan los gordos.
—¿Qué es esto? ¿Es de
verdad?
—Claro que es de verdad
—le dije—. La encontré en la calle. Es una calavera.
Me gritó. Por qué
trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste.
Juzgué que estaba
haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz.
Traté de explicarle con
tranquilidad que la había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada,
y que hubiese sido totalmente indecente por mi parte actuar con indiferencia y
dejarla ahí.
—Estás loca.
—Puede ser —le dije, y me
llevé a Vera a la habitación.
Sé que él esperó un rato
por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo
gordo, los muslos ya se le rozan, y si usara pollera de mujer, estaría siempre
paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el
teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el delivery a caminar hasta
el centro y comer en un restaurante. El gasto de dinero es casi el mismo.
—Vera, no sé qué hago con
él.
Si ella pudiera hablar,
sé que me diría que lo deje. Es de sentido común. Antes de
dormir, rocío la cama con
mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera bajo los
ojos y por los costados.
Mañana voy a comprarle
una peluquita. Para que mi novio no entre en la habitación, la cierro con
llave.
Mi novio dice que está
asustado y otras pavadas. Duerme en el living, pero no es
un sacrificio, porque el
futón que compré con mi dinero —a él le pagan poco— es de
excelente calidad. De qué
estás asustado, le pregunto. Él balbucea tonterías sobre que
me la paso encerrada con
Vera y que me escucha hablándole.
Le pido que se vaya, que
junte sus cosas y deje el departamento, que me deje.
Pone cara de profundo
dolor, no le creo y casi lo empujo a la habitación para que
haga sus valijas. Grita
de vuelta pero esta vez grita de miedo. Es que vio a Verita, que
tiene su peluca rubia carísima, de pelo natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un pueblo ex soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?), las trenzas de alguna chica que todavía no encontró a quien la saque de su pueblo miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la compré. También le compré unos collares de cuentas de colores, muy festivos. Y está rodeada de velas aromáticas, de esas que las mujeres que no son como yo ponen en el baño o en la habitación para esperar a algún hombre entre llamitas y pétalos de rosa.
Me amenazó con llamar a
mi madre. Le dije que podía hacer lo que quisiera. Lo vi más gordo que nunca,
con las mejillas caídas como las de un mastín napolitano, y esa noche, después
de que se fue con la valija y un bolso colgado del hombro, decidí empezar a comer
poco, bien poco. Pensé en cuerpos hermosos como el de Vera, si estuviese
completo: huesos blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos
delgados que cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la
foresta, bailes de la muerte. Él no tiene nada que ver con la belleza etérea de
los huesos desnudos, él los tiene cubiertos por capas de grasa y aburrimiento.
Vera y yo vamos a ser hermosas y livianas, nocturnas y terrestres; hermosas las
costras de tierra sobre los huesos. Esqueletos huecos y bailarines. Nada de
carne sobre nosotras.
Una semana después de
dejar de comer, mi cuerpo cambia. Si levanto los brazos,
las costillas se asoman,
aunque no mucho. Sueño: algún día, cuando me siente sobre
este piso de madera, en
vez de nalgas tendré huesos y los huesos van a atravesar la
carne y van a dejar
rastros de sangre sobre el suelo, van a cortar la piel desde adentro.
Le compré a Vera unas
luces de decoración, las que se usan para adornar el árbol
de Navidad. No podía
seguir viéndola sin ojos, o, mejor dicho, con los ojos muertos,
así que decidí que dentro
de las cuencas vacías brillaran las lamparitas; como son de
colores, se pueden ir
cambiando y Vera un día tendrá ojos rojos, otro día verdes, otro
día azules. Cuando estaba
contemplando el efecto de Vera con ojos desde la cama, oí
que unas llaves abrían la
puerta de mi departamento. Mi madre, la única que tiene
copia, porque a mi ex
obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté para hacerla
pasar. Le preparé un té y
me senté a tomarlo con ella. Estás más flaca, me dijo. Es el
estrés de la separación,
le contesté. Nos quedamos calladas. Por fin ella habló:
—Me dijo Patricio que
estás en algo raro.
—¿En qué? Por favor,
mamá, inventa cosas porque lo eché.
—Dice que te obsesionaste
con una calavera.
Me reí.
—Está loco. Con unas
amigas estamos armando disfraces y maquetas de terror
para la Noche de Brujas,
es para divertirnos. No tuve tiempo de comprar un disfraz,
así que armé un retablo
vudú y voy a comprar otras cositas, velas negras, una bola de
vidrio tipo bola de
cristal, para ambientar, ¿me entendés? Porque hacemos la fiesta en
casa. No sé si entendió
mucho, pero le resultó una estupidez razonable.
Quiso conocer a Vera y se
la mostré. Le pareció macabro que la tuviera en la habitación, pero se creyó
por completo lo de la ambientación para la fiesta, a pesar de que yo jamás
organicé una fiesta en mi
vida y detesto los cumpleaños. También se creyó mis
mentiras sobre el
despecho de Patricio. Se fue tranquila y no va a volver por un tiempo. Está muy
bien, quiero estar sola porque ahora me tiene angustiada la incompletud de
Vera. No puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral. Nunca voy
a poder recuperar los huesos que le corresponden, eso es obvio. Tengo que
estudiar anatomía, además, para averiguar el nombre y el aspecto de los huesos
que le faltan, que son todos. ¿Y dónde buscárselos? No puedo profanar tumbas,
no sabría cómo hacerlo.
Mi padre solía hablar de
las fosas comunes de los cementerios, que estaban al aire libre, como una piscina
de huesos, pero creo que no existen más. Si aún existen, ¿no estarán custodiadas?
Me contaba que los estudiantes de Medicina iban a buscar ahí sus esqueletos,
los que usaban para estudiar. ¿De dónde los sacan, ahora, los huesos para estudiar?
¿O usarán réplicas de plástico? Veo muy difícil caminar por las calles con un
costillar humano. Si encuentro uno, para cargarlo usaré la mochila grande que
dejó Patricio, la que llevábamos de campamento cuando él todavía era flaco.
Todos caminamos sobre
huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los
muertos tapados. Tengo
que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que
siempre encuentran los
huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los
dejaron olvidados.
FIN
1 comentario:
Muy buen relato 🖤
Saludos desde Plegarias en la Noche
Publicar un comentario