CAPITULO 4
Cuéntame al oído tus secretos
(primera parte)
Sor Inés aceptó realizar una visita
al desdichado que permanecía internado en la clínica. No estaba segura de poder
conseguir lo que necesitaba Teresa, y rogaba al Señor, para que el alma de su
amiga ya no se atormentara, con las insinuaciones maliciosas de terceros.
Era una fría mañana dominical. Inés llevaba
café caliente en un termo y llegó justo al lugar, cuando tomaba la última taza.
Por suerte su vieja camioneta no sufrió
ningún contratiempo durante el camino que la demorase. Eso sí, no le exigió
velocidad. Y después de cuatro horas de viaje, estaba en el sitio que le había
indicado Teresa. No parecía un hospital. El edificio era similar a una enorme y
elegante residencia particular, rodeada de muros formados por tupidas
madreselvas que ocultaban la visibilidad de un bonito jardín. Sin carteles ni
señales que indicaran que se trataba de un sanatorio.
Un guardia en la entrada, al
verla vestida con su hábito religioso, le permitió pasar. En la recepción se le
pidió que firmara un registro y enseguida apareció una enfermera que la guió
hasta la oficina del director del nosocomio. La enfermera golpeó la puerta con
sus nudillos, y sin esperar una respuesta, la abrió. Ambas mujeres entraron a
la oficina. Un hombre canoso, de unos cincuenta años, con gruesos lentes, se
puso de pie cuando la vio junto a la enfermera.
-Doctor, la hermana Inés tiene
una cita, para hablar con usted- anunció
la enfermera.
-Buenos días, hermana tome
asiento- le indicó amablemente el médico.- Debo decirle que me sorprendió mucho
su llamada telefónica. Porque nadie alguna vez, preguntó por el paciente que
usted desea ver- Le dijo, acomodándose en el sillón de su oficina nuevamente.
-Gracias por recibirme doctor. Me
enteré hace muy poco sobre el paciente y que estaba internado aquí, es mas, no
tenia idea de que existía esta clínica a tan pocos kilómetros de San Onofre-
admitió Inés.
- El ingreso a nuestra
institución se produjo hace unos cuarenta años. Desde esa época casi no habla-
le informó el profesional- Rara vez lo hace y lo único que sabemos es qué, alguien
que nunca dio su nombre, arregló que sus gastos estuvieran pagos durante toda
su vida.
Para el médico, quién ingresó al
paciente en el centro de salud, representaba un verdadero enigma. Todos esos
datos en los registros figuraban en blanco.
-¿Podré ir a su cuarto para verificar
su estado actual de salud? -preguntó la religiosa.
-No hay problema hermana, pero no
espere gran cosa.
Acompañó sus palabras poniéndose
de pie y dirigiéndose hasta la puerta.
-Vamos hermana, de seguro estará
tomando el desayuno suele estar de buen humor en las mañanas-le dijo haciendo
un pequeño gesto con la cabeza para que lo siguiera.
Caminaron por un corto pasillo, y
después subieron por la escalera principal que los condujo hasta la planta alta.
El edificio no tenía el aspecto de ser un lugar para cualquier clase de
paciente, lucía más bien, como una clínica privada para gente rica; gente loca
pero con dinero suficiente para seguir viviendo entre pequeños lujos. Otro
pasillo apareció frente a ellos, finamente alfombrado de gris. Las puertas, de
las diferentes habitaciones, permanecían sin cerrojos, y de algunas, se
asomaban internos que los espiaban. Individuos amarillentos con la mirada fría
y distante. Seres resignados de la suerte que les había tocado. Sor Inés se
compadeció de aquellos hermanos cuyas mentes permanecían bajo ese penoso estado.
Estado que los privaba del contacto con la realidad. Demencia a la que habían
llegado, quizás por consecuencia de un gran dolor.
El médico se
detuvo y le advirtió:
-Hermana, hay
algo que le resultará increíble. Mejor véalo usted misma.
Después de
decir esto, abrió la puerta del último cuarto del pasillo. La habitación era
amplia, mucho más grande que un cuarto normal. En cada pared, resaltaban unos
magníficos murales. Estaban pintados desde el techo hasta el suelo. Hermosos y
coloridos, era la obra de un gran artista. Un artista lleno de imaginación; que
conocía la técnica del arte, y poseía una gran sensibilidad.
No eran figuras terribles, lo que
se había representado en aquellos muros, teniendo en cuenta que el autor se
encontraba en un psiquiátrico, no demostraban sordidez, al contrario, las
ilustraciones eran imágenes bellísimas. Paisajes de mágicos lugares,
enriquecidos con delicados detalles de la naturaleza. En una pared, un jardín
japonés estaba representado con un lago con peces, lleno de flores y con la
típica edificación asiática. En otra pared, dos pequeñas niñas jugaban en una
soleada y tranquila playa. La obra daba la sensación de poder sumergirse en ese
mar artificial. En las dos restantes, estaban retratadas las mismas dos niñas,
jugando en un espléndido parque, con árboles y rosas. Un mural mostraba el parque primaveral, brillante cubierto por
la luz del día. El otro era
el mismo escenario con las dos pequeñas, pero cubierto por el encanto de
la noche, con una luna plateada como figura central.
Sor Inés no pudo evitar una
exclamación, que manifestaba su impresión ante lo que veía. El médico sonrió
orgulloso de lo que había en la habitación.
-A veces, me quedo aquí sentado a
ver como pinta-le comentó el profesional- Hermana, nosotros tenemos a un genio
escondido en la clínica.
Cruzó los brazos y observó un
instante, con mirada paternal, a una abuela sentada en una silla blanca de
madera. El director se inclinó un poco hasta el oído de la religiosa, y en voz
baja le dijo a Inés:
-Ahí está nuestra artista.
Desayunando.
La habitación olía a flores.
Iluminada por una gran lámpara de techo, no había ventanas pero cada pared
parecía un paraíso. Podía decirse que el encierro, tenia su propio color de
libertad y que había sido creado, por el ocupante de la habitación.
-Hermana se quedará usted unos
minutos sola. Enseguida enviaré una enfermera-le dijo el director y salió con
cuidado del cuarto.
Ante la tranquilidad de la
paciente, Sor Inés, decidió presentarse
amigablemente. La mujer, a quien se
dirigía, untaba minuciosamente su tostada con dulce de frambuesa y miel.
Abstraída en esparcir el dulce sobre el pan. La monja fue acercándose
lentamente y cuando estuvo a una distancia, que le permitía hablarle si
levantar la voz, le saludó con delicada afabilidad para no interrumpir con
brusquedad sus pensamientos.
-¿Cómo estás Dalila?
La religiosa dudaba si podía
escucharla, porque se trataba de una mujer mayor, pero su aspecto no era el de
una típica abuela. Tenía el cabello muy largo, sobrepasaba su cintura, de un
rubio dorado mezclado con varias canas, y lo llevaba prolijamente peinado en
una trenza. Usaba un largo vestido verde claro, con un estampado de pequeñas
flores blancas, y adornado con volados en el cuello; similar al de las nenitas
que aparecen en los dibujos de Sarah Key.
-Me llamo Sor Inés, vine a
visitarte porque hay alguien que desea saber si te encuentras bien.
Inés continuó hablando y la
anciana ensimismada en la tarea de comer su pan.
-Vengo de parte de Teresa, ella
es nieta de tu niñera ¿Recuerdas a Sandrina?
Trató de despertar algún recuerdo en Dalila.
- Te cuidaba cuando eras pequeña.
Ella tenía una hija casi de tu edad. Se llamaba Rita ¿te acuerdas?
Estos datos se los había dado
Teresa, para facilitar la tarea de la monja. Intentaba que la anciana mujer
pudiese conectarse con su pasado, y aclarar si Rita, era una hija de Don Benito
Molinari. No obstante, esperar que Dalila diera una respuesta certera sobre si
existía un vínculo familiar con Teresa, se presentaba demasiado complicado.
Ella no decía nada. Ni miraba a
quién le estaba dirigiendo la palabra. Seguía en su delicado proceso de untar
la dulce miel a cada tostada, sumida en un silencio indiferente. Como la
religiosa no obtenía ninguna reacción, probó acercarse un poco más. Estaba a menos
de un metro de distancia. Se agachó lentamente hacia delante para tratar que Dalila
la mirara a la cara.
-Dalila, y a tu hermana Ester
Molinari ¿La recuerdas?- le preguntó Inés
Se produjo una especie de
estallido, dentro de ese cuarto. La pregunta fue el detonador de un caos. La
interna soltó la cucharita con miel; y empujó la mesa con una fuerza terrible,
desparramando toda la vajilla, que se hizo pedazos contra el suelo. Dalila se
arrojó al piso, revolcándose con la cabeza entre las manos. Los gritos que
lanzaba eran los de un animal desesperado. No se detenía. La religiosa trataba
de calmarla, pero era inútil. Tirada en el suelo, con ambas manos seguía
sujetando su cabeza y gritando sin parar. Con violencia Dalila se sacudía en el
piso.
Una enfermera de guardia, entró
en la habitación y preguntó estupefacta:
-¡¿Qué sucedió?!- y enseguida miró
ofuscada a la intrusa. Se agachó junto a Dalila y la sostuvo con firmeza.
-Solamente le hablé- explicó
angustiada sor Inés-¡Dios mío, por favor! No quise hacerle daño.
-¿Dalila te lastimaste? –
preguntó la enfermera mientras revisaba las manos de la anciana que ya no
gritaba pero continuaba gimiendo.
Otro enfermero entró en el
cuarto. Esta vez, se trataba de un hombre ancho y fornido. Tocó con su mano el
hombro de Inés y le pidió:
-Hermana espere en el pasillo,
por favor- acompañó sus palabras empujando mansamente a la religiosa hasta
afuera de la habitación.
-Vamos a tratar que se calme-
aclaró el hombre.
Los gemidos similares a un
alarido, continuaban escuchándose. Sor
Inés se quedó de pie sola en el pasillo, muy avergonzada. No esperaba semejante
reacción. Varios minutos después la enfermera salía de la habitación. Bajó las
escaleras sin decirle nada. Sor Inés esperó un rato más en el pasillo, hasta
que apareció el director de la clínica.
-Acompáñeme hermana.
Conversaremos en mi oficina-le dijo-No creo que por hoy pueda tratar de
comunicarse con ella.
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1 comentario:
Hola :)
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Saludos
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