El buen amante
de Alphonse
Allais
Él la esperaba en el balcón, fumando. El clima
era seco y frío como un estilete. Pero él ardía de tal forma por esa espera que
el clima le importaba poco.
Por fin, el carruaje se detuvo. Una masa oscura
cruzó sobre el fondo grisáceo de la vereda y se hundió en la puerta de su casa.
Era ella.
Entró, algo sofocada por los dos pisos que subió a la carrera por las
escaleras. Y al instante fue glotonamente besada en sus pequeñas manos, en sus
grandes párpados. Luego de esto, él decidió mirarla.
Estaba en verdad adorable. Su encanto era turbador, inolvidable.
Su pequeña cabeza morena emergía entre las pieles de su abrigo, cubierta
por un sombrero más propio de un muchacho, de estilo tirolés, gris, de fieltro,
con las alas plegadas sobre su frente. Sus grandes ojos miraban aún más
profundamente que de costumbre. Se había peinado con coquetos rizos hechos con
sus propios cabellos, no a la española.
Tras las primeras efusiones, y en cuanto ella se hubo despojado de las
pieles que la abrigaban, dijo:
— ¡Pero en esta casa hace un frío
polar, querido amigo!
Desesperado, él empezó a buscar por
todas partes alguna clase de combustible, si éxito alguno. Como pasaba todo su
tiempo fuera de la casa, nunca había reparado en esas pequeñas necesidades de
la vida doméstica.
Entonces ella se puso furiosa y fue
cruel:
— ¡Esta situación es absurda, querido
mío! ¡Necesito calor, aunque sea prenda fuego sus sillas! ¡Mis pies están
helados!
Él rehusó la idea de plano. Sus
muebles eran herencia de su madre, incendiarlos le parecía un sacrificio de muy
mal gusto. Así que se decidió por una solución intermedia.
Pidió a ella que se desvistiera y se acostase. Entonces, con un
cortaplumas cuyo filo se preocupó por agudizar, y cuidando de cortar
únicamente la capa superficial de su
piel, se abrió el vientre en sentido vertical, desde el ombligo hasta el pubis.
Ella contemplaba estas maniobras no sin cierto asombro. No entendía
adónde iba él con todo aquello. Y entonces, comprendiendo de repente la idea,
se echó a reír y le habló con una marcada amabilidad.
—¡Por cierto, ahora veo, querido! Es
usted muy gentil…
Él había terminado la operación y se acostó, comprimiendo los intestinos
que de todos modos habían empezado a salírsele.
Muy divertida con el juego, ella enterró sus piecitos en la masa de
entrañas humeantes. Al hacerlo dejó escapar un gritito. Nunca había pensado que
ahí adentro se podía estar tan calentito.
Él, por su parte, sufría espantosamente ante ese contacto tan frío. Pero
entibiaba su sufrir con el cálido pensamiento de que ella estaba satisfecha.
Así pasaron la noche.
Aunque luego de un cierto rato
ella se había calentado lo suficiente, de todos modos, dejó los piecitos en el
vientre de su amante. Era adorable el espectáculo de esos pies tan bien
formados, el contraste exquisito de ese color rosado con el glauco verdoso de
los intestinos.
A la mañana siguiente él se sintió un tanto cansado, además de verse
torturado por algunos cólicos.
Ella quiso coser con sus propias manos aquella estufa fisiológica que la
había calentado. Como una buena mujer de su casa, bajó decididamente a comprar
una aguja de acero. De paso eligió un precioso hilo de seda verde.
Regresó y, tomando mil precauciones, mientras comprimía con su dulce
manita izquierda los intestinos que porfiaban en escaparse, cosió con la
derecha los bordes de la larga herida de su amigo.
¡Qué deliciosa recompensa les fue otorgada…!
Aquella noche se convirtió para ambos en el mejor de sus recuerdos.
Fin
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