lunes, 29 de octubre de 2018

El buen amante (cuento tenebroso)


El buen amante
de  Alphonse Allais


                              
Él la esperaba en el balcón, fumando. El clima era seco y frío como un estilete. Pero él ardía de tal forma por esa espera que el clima le importaba poco.
Por fin, el carruaje se detuvo. Una masa oscura cruzó sobre el fondo grisáceo de la vereda y se hundió en la puerta de su casa. Era ella.
Entró, algo sofocada por los dos pisos que subió a la carrera por las escaleras. Y al instante fue glotonamente besada en sus pequeñas manos, en sus grandes párpados. Luego de esto, él decidió mirarla.
Estaba en verdad adorable. Su encanto era turbador, inolvidable.
Su pequeña cabeza morena emergía entre las pieles de su abrigo, cubierta por un sombrero más propio de un muchacho, de estilo tirolés, gris, de fieltro, con las alas plegadas sobre su frente. Sus grandes ojos miraban aún más profundamente que de costumbre. Se había peinado con coquetos rizos hechos con sus propios cabellos, no a la española.
Tras las primeras efusiones, y en cuanto ella se hubo despojado de las pieles que la abrigaban, dijo:

— ¡Pero en esta casa hace un frío polar, querido amigo!

Desesperado, él empezó a buscar por todas partes alguna clase de combustible, si éxito alguno. Como pasaba todo su tiempo fuera de la casa, nunca había reparado en esas pequeñas necesidades de la vida doméstica.
Entonces ella se puso furiosa y fue cruel:

— ¡Esta situación es absurda, querido mío! ¡Necesito calor, aunque sea prenda fuego sus sillas! ¡Mis pies están helados!

Él rehusó la idea de plano. Sus muebles eran herencia de su madre, incendiarlos le parecía un sacrificio de muy mal gusto. Así que se decidió por una solución intermedia.



Pidió a ella que se desvistiera y se acostase. Entonces, con un cortaplumas cuyo filo se preocupó por agudizar, y cuidando de cortar únicamente  la capa superficial de su piel, se abrió el vientre en sentido vertical, desde el ombligo hasta el pubis.

Ella contemplaba estas maniobras no sin cierto asombro. No entendía adónde iba él con todo aquello. Y entonces, comprendiendo de repente la idea, se echó a reír y le habló con una marcada amabilidad.

—¡Por cierto, ahora veo, querido! Es usted muy gentil…

Él había terminado la operación y se acostó, comprimiendo los intestinos que de todos modos habían empezado a salírsele.
Muy divertida con el juego, ella enterró sus piecitos en la masa de entrañas humeantes. Al hacerlo dejó escapar un gritito. Nunca había pensado que ahí adentro se podía estar tan calentito.
Él, por su parte, sufría espantosamente ante ese contacto tan frío. Pero entibiaba su sufrir con el cálido pensamiento de que ella estaba satisfecha. Así pasaron la noche.
Aunque  luego de un cierto rato ella se había calentado lo suficiente, de todos modos, dejó los piecitos en el vientre de su amante. Era adorable el espectáculo de esos pies tan bien formados, el contraste exquisito de ese color rosado con el glauco verdoso de los intestinos.



A la mañana siguiente él se sintió un tanto cansado, además de verse torturado por algunos cólicos.
Ella quiso coser con sus propias manos aquella estufa fisiológica que la había calentado. Como una buena mujer de su casa, bajó decididamente a comprar una aguja de acero. De paso eligió un precioso hilo de seda verde.
Regresó y, tomando mil precauciones, mientras comprimía con su dulce manita izquierda los intestinos que porfiaban en escaparse, cosió con la derecha los bordes de la larga herida de su amigo.
¡Qué deliciosa recompensa les fue otorgada…!
Aquella noche se convirtió para ambos en el mejor de sus recuerdos.


Fin

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